
Las culturas politeistas le asignaron una divinidad propia: la sumeria Gestin, el Griego Dionisos, el romano Baco, el egipcio Osiris
en sus culturas representaban al vino; era sus dioses y como tales,
para celebrarlos los pueblos entiguos les ofrendaban esta bebida, nacida
en la cuenca mediterránea.
Las
creencias africanas, según José González Acuña, afinaban aun más y
trataban de complacer a sus dioses con su vino preferido: el vino dulce y
espumoso, para Ochum; el tinto se ofrecía a Changó; el blanco seco se reservaba para Babalú; a Olla se reservaba el dulce y semidulce, mientras que Yemallá recibía el vino dulce.
Las
religiones monoteistas -judaismo, islamismo y cristianismo- también le
asignaron un especial estamento y coinciden en una afirmación sobre él la moderación en su consumo.
Para el judaismo el vino es admitido en sus rituales cuando es puro -kosher-. Debe ser controlado desde la cepa por una persona cualificada de religión judía.
El Islam
considera que el vino y el juego de azar son dos cosas que debe evitar
el creyente, bajo pena de las mayores calamidades, pero Mahoma, el
profeta, reservaba a sus elegidos el vino, prohibido en la tierra, con
generosidad en el cielo servido en copas de plata.
El cristianismo identificó el vino con la sangre de Cristo.
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